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Nos hemos acostumbrado a leer las noticias internacionales como si fueran capítulos inconexos de una serie de Netflix. Un día Donald Trump lanza una amenaza arancelaria, al otro Pekín restringe la exportación de un mineral del que nunca habías oído hablar. Pero si damos un paso atrás, el ruido desaparece y emerge un patrón clarísimo: estamos viviendo el parto de un nuevo orden mundial. Y no, no es una exageración periodística.

La historia tiene la mala costumbre de rimar. Si miramos atrás, la última vez que el tablero global se sacudió con esta violencia fue durante la Revolución Industrial. La máquina de vapor no solo sirvió para tejer telas más rápido; sirvió para re dibujar el mapa. El Imperio Británico no se construyó solo con diplomacia, se construyó sobre la ventaja asimétrica que le daba la tecnología. Quien tenía el vapor, tenía el poder. Los imperios agrarios, lentos y pesados, colapsaron porque simplemente no podían competir con la velocidad de la industria.

Hoy, la Inteligencia Artificial es la nueva máquina de vapor.

No nos engañemos pensando que esto va de chatbots o de generar imágenes graciosas. La IA es la infraestructura crítica sobre la que se va a sostener la economía y la defensa del siglo XXI. Y aquí es donde entra la obsesión de la administración estadounidense —tanto de Biden antes como de Trump ahora— por el proteccionismo tecnológico.

La realidad es tozuda: Estados Unidos ha visto las orejas al lobo. El dominio económico y militar que ha ostentado desde la Segunda Guerra Mundial peligra si pierde la carrera del cómputo. Por eso, las maniobras que vemos en la Casa Blanca no son caprichos; son pura supervivencia hegemónica.

Fijaos en lo que ha pasado este mismo mes. China acaba de suspender temporalmente las restricciones a la exportación de Galio y Germanio, dos metales críticos para la fabricación de semiconductores, en un movimiento que muchos leen como una tregua táctica frente a los aranceles del 50% que EEUU impuso a los chips este año.

Es una partida de ajedrez tensa. Washington bloquea el acceso a los chips de Nvidia más potentes y a las máquinas de litografía de ASML, intentando asfixiar la capacidad de cómputo de China. Pekín responde poniendo la mano sobre el grifo de las tierras raras, los materiales sin los cuales la “nube” no es más que vapor de agua. Como señalaban recientemente analistas en Xataka sobre la guerra de chips, el daño colateral ya está afectando a terceros como Corea del Sur. Nadie está a salvo en el fuego cruzado.

La pregunta que debemos hacernos es: ¿Estamos ante una situación idéntica a la caída de los viejos imperios?

Sí y no. La diferencia es la velocidad. La industrialización tardó décadas en consolidar el poder británico. La IA, por su naturaleza exponencial, puede inclinar la balanza en años, incluso meses. Un avance significativo en AGI (Inteligencia Artificial General) o en eficiencia energética para centros de datos podría otorgar una ventaja inalcanzable al país que lo consiga primero.

Satya Nadella, CEO de Microsoft, ya lo avisaba: el cuello de botella ya no son solo los chips, es la energía, en la misma linea de pensamiento esta Elon Musk. Quien consiga alimentar a la bestia (los data centers masivos) ganará la guerra.

Estamos viendo cómo el mundo se bifurca. Vamos hacia dos ecosistemas tecnológicos distintos: uno liderado por Occidente y otro por China. Dos tipos de internet, dos tipos de IA, dos tipos de estándares. Y los países que no son superpotencias —Europa incluida— se estan convirtiendo en meros espectadores, o peor aún, en terreno de juego.

La IA no es una herramienta más en el arsenal de las potencias; es el arsenal. Donald Trump lo sabe, y por eso su política exterior parece errática pero tiene un fondo coherente: evitar a toda costa que Estados Unidos sea el país que miraba cómo los demás inventaban el futuro.

Así que la próxima vez que leas sobre una sanción a Huawei o un bloqueo de tierras raras, no pases de página. Estás leyendo la crónica de cómo se decide quién mandará en el mundo cuando tus hijos sean mayores.

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